Reflexiones – Las Tres Horas de la Expiación
Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani?
Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
Mateo 27:46.
El versículo del encabezamiento evoca una escena de una solemnidad incomparable. Está limitada en el tiempo: tres horas, punto central de la eternidad. Allí ocurrió algo que nunca se había visto: el justo, el único justo, fue abandonado por Dios. Conocemos la razón de ello, pero no podemos medir la intensidad del dolor manifestado allí: Dios entregó a su Hijo amado, y éste se dio a sí mismo para la salvación de los hombres. La razón de ello es muy sencilla: para salvar a los hombres pecadores e introducirlos algún día en el cielo era necesario expiar sus pecados. Para eso Dios exigía un sacrificio expiatorio según su justicia y su santidad. Sólo Cristo en su perfección podía satisfacer todas las exigencias divinas tomando nuestros pecados sobre él. Por eso Dios lo envió y Cristo aceptó ese sacrificio de sí mismo para glorificar a su Dios y a la vez salvar a los pecadores.
Durante esas tres horas de desamparo en las que colgado en la cruz Jesús glorificaba a su Dios de la manera más excelente, el sol se escondió y hundió a la tierra en las tinieblas. Tal solemnidad debía escapar a las miradas de los hombres.
Éste fue el precio pagado por nuestra salvación. ¿Podemos agregar alguna cosa al inigualable sacrificio de Cristo? ¿No es éste lo bastante grande como para movilizar nuestros afectos hacia él? ¡Lo único que podemos hacer es adorarle desde lo más profundo de nuestro corazón!