(Dios) nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad.
Efesios 1:4-5
Si usted está respirando en este preciso minuto es porque Dios lo ha querido así. Probablemente sus padres desearon que naciese, pero quizá no…
Sin embargo, para Dios, el nacimiento de un niño no es un accidente. Los planes divinos están por encima de las limitaciones y de los errores humanos. Dios nunca actúa por casualidad. Cada vida es preciosa para él, incluso si el hombre cayó en el mal. Dios es sensible a cada injusticia que se comete contra cada una de sus criaturas, pequeña, pobre o prisionera (Lamentaciones de Jeremías 3:34-36; Proverbios 17:5).
Cuando un hombre llega al conocimiento de Dios mediante Jesucristo, tiene derecho de ser “hijo de Dios”, porque Dios le ha dado la vida, la vida eterna (“es nacido de Dios” (1 Juan 5:1), y también porque Dios lo adoptó (Efesios 1:5). Pero aún más: los creyentes son “herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Romanos 8:17). Este título de “hijo de Dios” es una dignidad extraordinaria para una criatura.
¡Todo esto nos llena de admiración! ¡Dios pensaba en cada uno de nosotros cuando creó el mundo, e incluso antes! (Efesios 1:4). Y sabía a qué precio tenía que redimir a sus criaturas que se volvieron rebeldes, para hacer de ellas sus hijos. Los rescató “con la sangre preciosa de Cristo” (1 Pedro 1:19). Nuestra existencia tiene un sentido profundo y único, por lo tanto, cada día debemos comportarnos en función de lo que somos: hijos de Dios. ¡Permanezcamos junto a Jesús, quien nos salvó, para amarlo y tratar de hacer lo que le agrada!
Números 31:1-20 – Lucas 8:1-25 – Salmo 86:7-13 – Proverbios 19:26-27
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