Es, pues, la fe… la convicción de lo que no se ve.
Hebreos 11:1.
Bienaventurados los que no vieron, y creyeron.
Juan 20:29.
Al aludir al primer milagro de Jesucristo en unas bodas en Caná (Juan 2:1-11), alguien ironizaba diciendo: –¿Piensa usted que verdaderamente se puede cambiar agua en vino?
El ser humano quisiera comprender y explicar todo, y ante todo no ser tomado por un ingenuo. Pero lo que caracteriza los milagros es precisamente el ser inexplicables.
Los milagros de Jesús demostraban su poder y amor divino. Jesús, quien “sabía lo que había en el hombre”, no se fiaba de los que habían contemplado sus milagros, sin que sus corazones fuesen tocados (Juan 2:23-25). Pero la fe no se apoya en las cosas visibles, aun cuando son sobrenaturales, sino en la Palabra de Dios, en lo que el Señor dice. Los discípulos “creyeron la Escritura y la palabra que Jesús había dicho” (Juan 2:22).
Hoy Jesús quiere cumplir el más grande de los milagros en su vida: la transformación radical de su ser interior. “No seas incrédulo, sino creyente” (Juan 20:27). “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Romanos 10:9).
Por último tenemos que advertirles que no todos los milagros son de origen divino; existen “señales y prodigios mentirosos”, “por obra de Satanás” (2 Tesalonicenses 2:9). En el día del juicio algunos dirán al Señor: “En tu nombre hicimos muchos milagros. Y entonces les declarará: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mateo 7:22-23).