Mi conversión
Pedro les dijo: Arrepentíos,
y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo
para perdón de los pecados. Hechos 2:38.
Un año después de mi primera lectura del Nuevo Testamento, entré fortuitamente en contacto con unos cristianos. Muy pronto nuestras conversaciones se desviaron hacia la fe y la necesidad de convertirse.
Me explicaron que convertirse significa detenerse y dar media vuelta. Es un cambio en aquel que se convierte: se aleja del pecado para volverse hacia Jesús. No se trata de adoptar una religión, sino de dejar de ser su propio centro para someterse al Dios vivo, porque en el fondo, el pecado es el deseo de hacer sólo lo que uno quiere. Nadie puede convertirse en lugar de otro. La conversión es un acto libre y personal.
En ese momento no conseguí entender lo que mis nuevos amigos me decían, pero cuando me desperté a la mañana siguiente, todo se había aclarado. Puse las manos bajo la cabeza, miré al techo y moviendo silenciosamente los labios, oré sencillamente: –Jesús, de ahora en adelante te acepto como mi Salvador y mi Señor.
Mientras que en mi vida generalmente todo ocurre con una efervescencia de emociones, esta experiencia me dejó absolutamente calmo. Vivía el momento más significativo, más importante de mi existencia y, en suma, no sentí nada. En realidad lo que hice fue aceptar lo que sabía que era cierto.
Esa mañana mi vida fue como inundada de paz y gozo; esa paz que verdaderamente “sobrepasa todo entendimiento” (Filipenses 4:7).