
Así dijo el Señor… ¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti.
Isaías 49:8, 15
Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros.
Isaías 66:13
En tiempos del rey Joram, el pueblo de Israel había abandonado a Dios y sus mandamientos. Entonces Dios permitió una hambruna, anunciada por Eliseo, su profeta.
En la ciudad de Samaria el rey (hijo de Acab, un rey injusto y asesino) se enteró de las condiciones atroces en las que morían algunos niños. Inmediatamente ese rey rasgó sus vestiduras en señal de indignación. Su conclusión se impuso: la culpa era de Eliseo, el representante de Dios (2 Reyes 6:24-33).
Hoy, cuando evocamos el sufrimiento de los niños, ¿a quién acusamos inmediatamente? ¡A Dios! Los hombres más duros se conmueven cuando piensan que los niños sufren injustamente. Y aunque Dios no les importe en absoluto, para ellos la conclusión es evidente: ¡la culpa es de Dios!
Acusamos a Dios, nos rebelamos contra él y lo juzgamos: si ve nuestros sufrimientos y calla, es porque es indiferente, insensible y duro. ¿De qué sirve volvernos a él? Entonces lo eliminamos de nuestros pensamientos, e incluso llegamos a negar su existencia.
Es cierto que Dios permite el sufrimiento. ¡Éste siempre será un misterio! Pero Su silencio no es indiferencia. Aquel que puso el amor maternal en el corazón de una madre, ¿será duro e insensible? Y nosotros, sus criaturas, ¿seríamos mejores y más tiernos que el que nos hizo?
No, ¡Dios no es indiferente a nuestros sufrimientos! Nos mostró la realidad de su amor por nosotros cuando su Hijo fue crucificado para salvar a todo el que cree en él (Romanos 5:8).
