Es fácil decir ¡Ten ánimo!
¡Tened ánimo; yo soy, no temáis! (Jesús dijo): Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados. – Mateo 14:27 y 9:2.
Desde que ocurrió un accidente en la familia de una mujer, sus amigos, vecinos y casi todos aquellos que ella encuentra le dicen «¡Ten ánimo!». Estas palabras que se pronuncian amistosamente, en el fondo la irritan y la indignan. Ahora su único hijo está lisiado.
A ella la asaltan angustiosas preguntas: ¿Podrá volver a usar sus piernas? ¿Cómo programar su vida en una silla de ruedas? Es como si un resorte se hubiera quebrado en ella. Se encuentra sin fuerzas. –¿Ánimo? Mi marido y yo no tenemos ninguno, dice ella.
Si se le desea ánimo a alguien que está desalentado, también hay que darle un motivo para volver a tener valor. De otra manera, este anhelo no tiene sentido y puede hacer daño. Pero, ¿quién es capaz de reanimar a sus semejantes? A menudo en los evangelios oímos decir a Jesús: “¡Ten ánimo!”. Él poseía el amor y la capacidad para pronunciar estas palabras. Tenía un motivo para hacerlo: él era el Salvador, quien daba su vida para la salvación de los hombres. Era aquel que venía de Dios y a quien Dios había dado todo poder; el que iba a vencer el pecado y la muerte.
Jesús aún puede hablar así, porque comprende lo que es la naturaleza humana. Conoce nuestras debilidades y el dominio de las circunstancias sobre nuestra mente y nuestros sentimientos. Como hombre puede comprender un corazón tímido y desalentado; y porque es Dios, puede dar a ese corazón la respuesta de arriba: “Ten ánimo”.