Efesios 4:32
Si confesamos nuestros pecados, él (Dios) es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.
1 Juan 1:9
Aquel año, en China, Surinder se convirtió al Señor Jesús. Ella sabía que esta decisión podía costarle caro. Una mañana, mientras oraba, el mensaje del Señor llegó muy claro a su corazón: «Perdona a todos los que te hirieron». Algunas heridas de su pasado eran muy profundas, pero Surinder recordó lo que Jesús había hecho por ella, cómo la había perdonado y la había llevado a él, así que obedeció.
La siguiente etapa fue más difícil: «Ahora ve y pide perdón a aquellos a quienes heriste y devuelve todo lo que has guardado y que no te pertenece». A Surinder le costó bastante esta nueva petición. Sola, en su habitación, lloró y protestó, diciendo: «Señor, ¡me pides demasiado! Confesar mis malas acciones a Dios, de acuerdo, pero ¿cómo voy a afrontar la humillación contándoselas a los demás?».
Sin embargo, cuanto más se resistía, tanto más se convencía de que eso era precisamente lo que Dios le pedía que hiciese. Para seguir a Jesús tenía que obedecer y olvidarse de sí misma. «Tengo que obedecerle y dejar de preocuparme por lo que pueda pasar. Eso es su problema, no el mío», se dijo. Y Surinder obedeció. Pidió perdón a los que había herido y devolvió lo que no le pertenecía. Para su gran sorpresa, las consecuencias no fueron tan graves como lo había temido.
Su confesión a Dios y a los demás le dio una paz profunda y un gran gozo, pues la luz de la presencia de Dios la iluminaba por completo.
Levítico 22 – Efesios 1 – Salmo 69:29-36 – Proverbios 17:5-6
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