Jeremías 10:10, 12
Las libélulas que vuelan sobre la superficie brillante de los estanques, las ballenas que rompen el azul silencio de los océanos, las cabras con sus ágiles pezuñas, la luna, el sol y las estrellas, las montañas y los campos… ¡Toda la naturaleza proclama la gloria de Dios! La belleza y la armonía del universo revelan algo del Creador y celebran su infinita grandeza y profunda sabiduría.
Pero esta proclamación de la gloria de Dios a través de la naturaleza no es suficiente, porque Dios desea ser glorificado por el hombre. Y solo este puede alabarlo de forma inteligente. ¡Incluso es uno de sus privilegios! Desgraciadamente, en general el hombre no glorifica a su Creador, ni mediante su conducta, ni por sus palabras, y a menudo su vida es una ofensa al Dios santo.
Dios puede reivindicar su gloria juzgando a los hombres, que se rebelaron contra él, pero su mayor gloria es perdonar a aquellos que confían en su Hijo. Jesús murió para salvarnos; y aceptar su sacrificio también significa inclinarnos ante el gran Dios, reconociendo su grandeza, su santidad y su amor. Así podemos alabar a Dios por todo lo que es y por todo lo que hace por nosotros.
¿Reconocemos que Dios es digno de ser honrado por sus criaturas, como lo es por su creación? ¿Hacemos todo para honrarlo con nuestra conducta? ¿Ocupa el lugar que merece en nuestra vida, es decir, el primer lugar? ¡Cuántas preguntas fundamentales!
Números 13 – 1 Juan 2:18-29 – Salmo 78:21-31 – Proverbios 18:13
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